Traumas infantiles. Vol. 1: espinacas, Vírgenes y chapapote

Después de las presentaciones y de quitarnos de encima al paquidermo, es momento de entrar en materia. Lo primero de lo que os quiero hablar es de un tema que particularmente me apasiona: los traumas infantiles ABSURDOS   (y recalco lo de absurdos para evitar que alguien me eche en cara que frivolizo, por si las moscas).

Todos hemos oído mil veces eso de que la infancia es una época de descubrimientos, travesuras, iniciación y demás complacencias sentimentales de patio machadiano. Lo que ya no suele decirse tanto es que también es una época donde una información mal asimilada, un comentario desafortunado o un evento imprevisto (el final de Verano azul, por poner un ejemplo clásico) puede condicionar el resto de la vida de una persona…

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Como todavía andamos tanteándonos, y yo estoy convencido de que una de las mejores maneras de conocer a alguien pasa por conocer los episodios más tragicómicos de sus primeros años en el mundo, he pensado que quizás sería una buena idea contaros los míos. No solo para que así podáis saber mejor de qué pie cojeo, sino también para ir rompiendo un poco el hielo y que empecemos a coger algo de confianza.

El problema es que mi infancia ha sido tan abundante en ese tipo de «chorri-sucesos» que he tenido que hacer un ejercicio de síntesis para quedarme con aquellos más significativos. En este artículo, me centraré sobre todo en tres: el fiasco de las espinacas, la Virgen de Fátima y el tapón del mar.

  • El fiasco de las espinacas

Con este curioso nombre me refiero a un episodio que me hizo empezar a sospechar algo de lo más terrorífico para un niño con tendencia a dejarse maravillar por todo: que las reglas de las historias de ficción no tenían cabida en el mundo real.

Trataré de explicarlo sin enrollarme demasiado: a mí me encantaban los dibujos animados de Popeye, sobre todo cuando se hartaba de las perrerías de Bluto, sacaba la lata de espinacas, la estrujaba con fuerza, engullía al vuelo la papilla verde que salía de ella y la emprendía a leñazos con todo el que se le pusiera por delante.

En mi cándida mente de infante, no sospechaba que eso pudiera ser un simple recurso dramático para potenciar las ventas de verduras enlatadas, de modo que le hacía a mi abuela pasarme las espinacas por la batidora para que obtuvieran la textura semisólida de los dibujos, y luego, confiando en que me hubiera convertido en una suerte de titán invencible gracias a ellas, buscaba a individuos más fuertes que yo y los agredía sin motivo para demostrar quién iba a partir el bacalao a partir de ese momento.

Todo fue más o menos bien durante un tiempo (la gente tiene bastante sentido del humor con los críos) hasta que un día se me ocurrió que la persona más fuerte a la que conocía era mi abuelo: dos metros de cantabrón, veterano de la Guerra Civil, al que no le sentó demasiado bien que le diera un puñetazo en la entrepierna con la intención de tumbarlo.

Su mosqueo conmigo fue tal que no dudó en arrearme un sopapo de medio lado y ponerme en mi sitio (el suelo) en cuestión de segundos. Mientras volaba por los aires comprendí con horror que «habiasioengañao» por la televisión, y cuando algunas semanas más tarde me di cuenta también de que no salía ningún duendecillo de mis cereales al verter leche sobre ellos, aprendí que a lo mejor debía empezar a no fiarme de nadie. Especialmente de la televisión.

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Hoy en día todavía no he superado del todo mi tendencia a mezclar la lógica de la realidad y la ficción (yo lo llamo cariñosamente «el síndrome Peckinpah»), pero cuando estoy confuso o tengo dudas al respecto, recuerdo el soplamocos de mi abuelo y enseguida vuelvo a centrarme.

  • La virgen de Fátima

No mucho después de ese sopapo fundacional mis padres decidieron que sería una buena idea irnos de viaje de verano a Portugal.

Como por aquel entonces ambos eran muy jipis,  lo hicimos recorriendo el país de camping en camping. La cosa es que de camino hacia el sur nos detuvimos en el santuario de Fátima. Yo no sabía muy bien qué demonios era aquello, pero ver a docenas de peregrinos avanzando de rodillas por la explanada, con la piel de las articulaciones en carne viva, mientras un montón de  personas enfermas y/o con deformidades rezongaban oraciones incomprensibles en portugués, me produjo una gran impresión.

Lo que más yuyu me dio, sin embargo, no fue eso, sino lo que luego me contó mi madre sobre aquel lugar: al parecer, allí la virgen se les había aparecido a tres niños llamados Lucía, Jacinta y Francisco y les había confiado una serie de secretos increíbles que no debían revelar a nadie por mandato divino. Los dos últimos habían muerto poco después del encuentro; la primera, Lucía, se había hecho monja y vivía retirada en un convento desde entonces.

Todo lo anterior me hizo llegar a la conclusión de que, si la virgen se me aparecía como a ellos yo también moriría o tendría que hacerme seminarista, y dado que ninguna de esas opciones me apetecía demasiado, porque, al fin y al cabo, yo era un niño feliz al que la religión le daba un poco igual, el miedo a convertirme en un vidente mariano en contra de mi voluntad se apoderó rápidamente de mí.

Que mis padres hubieran comprado unas figuritas luminiscentes de la virgen  no ayudó demasiado a que lo superara. Una noche, de hecho, mi padre aguardó a que me durmiera, se puso el saco de dormir por encima y con una linterna en su interior para formar un resplandor, simuló ser la virgen que acababa de aparecérseme.

Os juro que en ese momento sentí tal terror a que todo se hubiera terminado que salí chillando como un loco fuera de la tienda, en calzoncillos y con las manos en las orejas, para evitar escuchar ningún secreto apocalíptico como los de Lucía, Jacinta y Francisco.

Por fortuna, mi padre empezó a reírse justo entonces y me di cuenta de que se trataba de una broma, pero  a veces, incluso ahora, me entra un canguelo enorme cuando veo alguna estatua religiosa en algún rincón oscuro. Sobre todo si es fluorescente. Supongo que por eso he salido más budista que católico, aunque eso, me temo, es ya otra historia…

  • El tapón del mar

En este tercer trauma la virgen no tuvo demasiado que ver, aunque sí lo tuvo de nuevo mi padre, quien con su tendencia a chotearse permanentemente de mí, hizo de mi infancia algo inolvidable en demasiados sentidos…

Todo ocurrió en una pequeña playa de la costa gallega, mientras mi familia tomaba el sol en la arena y yo me sumergía en el agua con mis gafas y mi tubo de buceo en busca de posibles tesoros olvidados y criaturas marinas de leyenda. Normalmente, mis zambullidas eran más bien estériles (o a lo sumo, encontraba algún berberecho), pero durante una de ellas, distinguí algo negro y redondo adherido a la arena del fondo y no dudé en tratar de cogerlo para ver de qué se trataba.

El objeto en cuestión estaba bastante duro, así que me costó lo suyo arrancarlo. A primera vista parecía algún tipo de molusco de color negro. Como un mejillón solo que de mayor tamaño y con una textura algo más pegajosa al tacto. Ilusionado por el descubrimiento, salí del agua a toda prisa para enseñárselo a mi padre. Y aquí fue donde empezó el trauma propiamente dicho. «No es ningún ser vivo», me dijo «es el tapón del mar». «¿El tapón del mar», repetí yo, confundido, y él señalo hacia el agua y con una sonrisa explicó: «el mar también tiene un tapón, como la bañera de casa, y tú acabas de quitarlo».

Al principio supuse que bromeaba una vez más, pero luego vi que el agua empezaba a bajar (las bajamares en Galicia pueden ser tan repentinas como exageradas), y me di cuenta de que, si mi padre decía la verdad, acababa de convertirme en el responsable directo del mayor desastre medioambiental de la historia de Europa.

Os aseguro que invertí al menos tres horas tratando de encontrar de nuevo el agujero para devolver el tapón a su sitio, sin éxito, y finalmente, cuando la marea descendió tanto que ya apenas se divisaba agua en el horizonte, me desmoroné, rompí a llorar y corrí hacia un grupo de pescadores para disculparme por haberles arruinado su modo de vida.

Los hombres, como no podía ser de otra forma, se partieron de risa y me dijeron que no me preocupara, que ya encontrarían otra forma de subsistir. Nadie, absolutamente nadie, tuvo la deferencia de explicarme que aquello que yo sostenía en mi mano era solo una mancha reseca de chapapote, por lo que me pase varios meses creyendo que de verdad había vaciado el mar.

¡Nunca máis!

¿De qué manera me afectó esto en los años siguientes? Pues de varias formas: en primer lugar, jamás volví a fiarme de nada que saliera de la boca de mi padre; en segundo lugar, me hice más de montaña que de mar; y en tercer lugar, aprendí que el poder de una buena historia, pese a lo ocurrido con mi abuelo, podía condicionar de manera muy poderosa la percepción de una persona sobre el mundo… hasta el punto de llegar a cambiarlo.

Y en esas ando precisamente en estos momentos.

Por supuesto, tengo todavía más traumas, pero esos los reservaré para otro post.

¿Qué tal si mientras tanto me vais contando vosotros los vuestros? Porque imagino que también tendréis algunos, ¿no? Vamos, no seáis tímidos y confesad. En el fondo, todos sabemos que estáis deseando contarlos tanto como yo…

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